Comentario
Tras la I Guerra Mundial, en las décadas de 1920 y 1930, ni Europa mandaba en el mundo ni podía decirse ya que éste debía a Europa -como había escrito Bertrand Russell en 1915 - "los ideales de gobierno, las esperanza del futuro". El mismo Russell había comprendido muy bien lo que pasaba (o parte de lo que pasaba): "existe un peligro muy real -decía en la carta abierta que envió al presidente Wilson en noviembre de 1915- de que, si nada se hace para poner fin a la furia de la pasión nacional, la civilización europea tal como la hemos conocido perecerá completamente como Roma cayó ante los bárbaros".
Cuando Russell escribió esas palabras, sólo unos pocos intelectuales -como Henri Barbusse, Stefan Zweig, Romain Rolland, Hermann Hesse o el propio Russell, encarcelado por objetor de conciencia- no habían cedido al sentimiento de exaltación nacional que el estallido de la I Guerra Mundial había provocado en todos los países europeos. En Inglaterra, no fue Russell sino el joven poeta Rupert Brooke (1887-1915) quien mejor supo interpretar los sentimientos e ideales de la mayoría del país. Sus sonetos de 1914, una glorificación del heroísmo militar y del patriotismo, conmovieron a miles de jóvenes británicos. Cuando murió en la isla de Skyros, Inglaterra entera le reconoció, a la manera de un nuevo Byron, como el héroe nacional que, en palabras de Churchill, el país necesitaba en tiempo de crisis. En Alemania, Thomas Mann, en Reflexiones de un hombre apolítico (1918), defendió el militarismo de su país como la afirmación y defensa de los valores de una cultura, la alemana, que Mann veía amenazada por una realidad histórica, la cultura occidental, que él consideraba de rango inferior.
La guerra modificó, sin embargo, la conciencia moral de Europa. Paul Valéry escribiría en 1919, en La crise de l'esprit, que la guerra había lanzado a Europa hacia el abismo de la historia y añadiría que, de esa forma, no se había hecho sino "acusar y precipitar el movimiento de decadencia de Europa".
En contraste con el vitalismo de la sociedad, el clima intelectual y cultural de la posguerra cristalizaría en una verdadera cultura del pesimismo, en una visión desesperanzada de la civilización occidental, de los valores que la inspiraban y del tipo de sociedad que esa civilización había generado. La Gran Guerra destruyó la confianza que los europeos habían tenido hasta entonces en su propia civilización. El geógrafo Demangeon publicó en 1920 un libro significativamente titulado El declinar de Europa y el historiador Toynbee hablaría poco después, en 1926, del "eclipse de Europa".